Nerón


Corría el verano de 1961. Mi familia, compuesta por mi padre, madre, mi hermano mayor, mi hermanita, nuestra mascota “Chato” y yo, dejamos la patria, Cuba, en pos de la libertad. El 23 de agosto, día en que cumplía once años, abordamos el trasatlántico “Marques de Comillas”, un destartalado buque español que nos debía llevar al exilio… a una tierra maravillosa llamada Venezuela, donde más tarde nacerían mis dos hijos, María Carolina y Carlos Alberto.

Llegamos a Venezuela con tan solo cincuenta dólares, tres maletas y nuestro perrito pequinés, “Chato”. Acostumbrados a una vida holgada, mis hermanos y yo atravesamos por un período de adaptación tremendamente fuerte, que el calor familiar supo atenuar; sin embargo, la dura situación económica que tuvimos que experimentar en los primeros años de exilio, nos obligaba a llevar una vida muy distinta de la que conocimos en nuestra ciudad natal de Cienfuegos.

Caracas era una ciudad grande, llena de mil peligros para los niños y nos tocó vivir en una urbanización que no ofrecía esparcimiento donde gastar la energía que hoy lamento no tener. Nuestros juegos tenían que adaptarse al medio ambiente y los ratos libres eran compartidos con los escasos ochenta metros cuadrados del departamento que habitábamos.

Mi padre había llegado, para 1964, a una posición elevada en una empresa que se dedicaba a la venta e instalación de alarmas. Allí conoció a Karl Heinz, un veterano de la II Guerra Mundial que residía en Venezuela, ex entrenador de perros pastores alemanes en su Alemania natal. Así comenzó todo. Motivado por las historias que oía de Karl Heinz, mi padre se animó a tener uno de esos ejemplares que sin duda alguna son los reyes de la creación canina.

La situación económica fue mejorando y nos mudamos a un departamento mayor. Un día un amigo nos habló de un hermoso perro pastor que vivía en terribles condiciones en el Junquito Country Club, un fabuloso club de montaña situado en las afueras de Caracas, al cual pertenecía su tía, la famosa actriz cubano-española René de Pallás. Su dueño, el cocinero del club, lo mantenía amarrado día y noche, a la intemperie y pobremente alimentado.

Interesado por el animal, mi padre hizo una cita para ir a verlo y nos dirigimos al lugar en donde lo tenían en aquel elegante club estilo suizo, escondido entre las brumas de una constante neblina, característica de la localidad. Para evaluar al perro nos hicimos acompañar por Karl Heinz, a quien le pedimos que fuera honesto y severo en su crítica cuando viera al animal.

Llegamos al club y nos llevaron a una destartalada e improvisada casa de perros, saturada de moscas, mal oliente y encharcada, sitio donde se encontraba amarrado “Nerón” y en donde pasaba todas las horas, todos los días de su penosa existencia. El único lugar desagradable de aquel estupendo club social, justamente al lado del basurero de la cocina, era todo lo que el animal conocía de este mundo.

Un indescriptible sentimiento me impulsó a dejar el grupo y correr hacia “Nerón”. Tenía él año y medio… yo, catorce. Sus ojos clamaban por libertad y noté en el perro la mirada que tantas veces vi en los ojos de los miles de cubanos que nos acompañaban aquel 23 de agosto cuando dejábamos atrás la hermosa bahía de La Habana rumbo a nuestra libertad. Me aferré a él y sentí un profundo deseo de llorar.

Mientras me revolcaba en aquella pocilga, enredado en la cadena del que sería mi perro, sentí su dulce lengua besar mi cara. En eso comprendí que tenía que liberarlo y así lo hice. Al sentirse libre, corrió ladera abajo y nunca olvidaré el modo en que se desplazaba disfrutando de su tan ansiada libertad, con una gracia y majestuosidad como sólo el pastor alemán puede hacerlo. No había corrido cincuenta metros cuando de pronto se paró, se volteó hacia mí y me llamó con un ladrido fuerte y varonil. Miré a mi padre y sólo recuerdo haberle oído decir: “¡Ve con tu perro, muchacho!”

Mi boca se llenó de un grato sabor y corrí hacia él. Fue el gran regalo de mi madura niñez. Hoy pienso que más que eso, fue toda una etapa de mi vida y uno de los recuerdos más enternecedor que guardo en mi corazón.

Nuestro pequinés cubano – y exiliado -- “Chato”, no estaba muy seguro de compartir la emoción del resto de la familia cuando “Nerón” hizo su entrada triunfal en la sala de nuestro nuevo apartamento. Seguramente no encontró nada gracioso en aquel inmenso perro que con su alegre cola lo primero que hizo fue tumbar todos los Lladró falsos que mi madre tenía en la mesa de entrada. Aunque jamás lo maltrató, tenía que soportar “Chato” todas las atenciones que el nuevo miembro de nuestra familia recibía… y lo hacía de muy mala gana.

Karl Heinz vino a ver a “Nerón” y nos trajo un libro sobre cómo entrenar al pastor alemán, además de darnos unos cuantos “tips” sobre la disciplina que se le debe imponer a un perro de tal tamaño. Nuestro amigo alemán nos dijo que si nosotros no lo hubiéramos aceptado, él lo hubiera hecho. Tanto él como yo teníamos solo una cosa que criticarle al animal: su nombre. A mí me parecía poco original, pero Karl Heinz me aconsejó que se lo dejara, pues no era bueno acostumbrarlo a otro. Por mi parte, consideraba que a pesar de su sufrido pasado, siempre era bueno respetarle esa parte de su vida y quise entender su feo nombre como si se tratase de sus raíces.

Mi padre y yo nos encerrábamos una hora todos los días con “Nerón” y seguíamos las recomendaciones del libro al pie de la letra. Pronto comenzó a dar señales de su inteligencia. Le hablábamos como si se tratase de un ser humano y nos sorprendíamos al ver reflejado en sus ojos una expresión de confusión, como si se esforzara por comprendernos.

Nerón llegó a ser un perro digno de competir en cualquier exposición canina internacional, solo que no tenía pedigrí. En cuanto a su entrenamiento, dudo que pudiera haber otro perro que lo superara. Pero además, era un animal inteligente por naturaleza, como lo probaría en innumerables oportunidades.

Mi hermano y yo compartíamos una litera militar que el ejército venezolano le había donado a los cubanos exiliados y había terminado en nuestro cuarto. Una noche dormía yo en la parte de arriba y en la otra lo hacía mi hermano. “Nerón” dormía conmigo en la cama y lo insólito era que él sabía cuándo me tocaba dormir arriba y cuándo abajo. Al presentir que me iba a acostar, corría a mi cuarto y se instalaba en la cama que me correspondía según la rotación pre-establecida con mi quisquilloso hermano. ¡“Nerón” jamás fallaba!. Para encaramarse en la cama superior, se subía en una silla, luego en un escritorio y de allí a la parte alta de la litera.

Ya para entonces nos habíamos acostumbrado a vivir en la gran ciudad. Por aquellos años pertenecía a una especie de pandilla juvenil -- de la parte sur de la urbanización San Bernardino – y nos dedicábamos a hacer maldades por el vecindario. “Nerón” era un miembro más de la muchachada que conformaba la “pandilla”. Una de nuestras maldades favoritas era la de mandar a “Nerón” a un pequeño abasto (bodega) para que le robara las papas al portugués propietario del negocio. Ya “Nerón” sabía lo que nosotros queríamos, pues adoraba buscarnos piedras para con ellas jugar al “busca-y-trae”. Había que verlo recorrer el trecho que lo llevaba a las papas como si se tratase de un felino al asecho de su presa. Una vez que agarraba una papa con su boca, salíamos todos corriendo perseguidos por el bodeguero y nos encaramábamos por un muro que tenía más de dos metros de altura, hasta perdernos en la maraña humana de transeúntes que pululaban por la Av. Vollmer de aquella tan recordada urbanización.

Varios años después nos mudamos a una casa en un sector un poco más “elegante” llamado El Bosque, justamente al lado del terreno en el cual se construiría el edificio de Fedecámaras y llegaron mis abuelos paternos de Cuba. “Nerón” les alegró la vida a los viejos brindándoles su grata y sincera compañía. Solía acompañar a mi abuelo por las tardes – echado a su lado -- mientras éste oía su programa favorito de zarzuelas por Radio Nacional de Venezuela.

A los ancianos les gustaba caminar todos los días, de lunes a sábado, dándole la vuelta a la manzana. “Nerón” no sólo les acompañaba, sino que les avisaba exactamente a las diez de la mañana que era hora de salir a pasear a la calle. Esto lo hacía a diario menos los domingos, ya que los abuelos los domingos iban a la iglesia y no paseaban con “Nerón”. ¿Cómo sabía mi perro que era domingo y que no había que avisarles para salir a pasear? Esa era una de las tantas incógnitas de mi mascota. Llegamos a pensar que era el traje y la corbata de mi abuelo, Don Alonso, la clave de su inteligencia, ya que el viejo solamente se vestía de gala para asistir a misa; de lunes a sábado usaba su impecablemente blanca guayabera cubana que la abuela se encargaba – personalmente -- de almidonar al estilo antiguo.

Entonces llegó la tragedia. En Venezuela existe la costumbre de tirar voladores en la época de Navidad. Un diciembre, “Nerón” se comió todo un paquete de explosivos y cuando nos dimos cuenta de su fechoría, ya era demasiado tarde. Se nos envenenó.

Inmediatamente llamamos al veterinario de cabecera – un cubano exiliado de apellido Ortiz – quien improvisó una cama en la mesa del comedor sobre la cual colgaba una lámpara que utilizamos para amarrar el suero que inmediatamente le comenzamos a suministrar. Gran parte de su lengua, ya encartonada, se le salía de la boca. Sus ojos, lo único que a duras penas movía de su cuerpo, se tornaron vidriosos y me perseguían constantemente suplicando ayuda. Pasé largas horas a su lado mientras pensaba en nuestras cortas vidas juntos… de cómo un perro me enseñó la responsabilidad de cuidar a un ser viviente; de los momentos que disfrutábamos en las fechorías callejeras por las calles de San Bernardino y de decenas de anécdotas que guardaba en mi memoria en las cuales era él el protagonista principal. Mientras le tomaba de su pata, pendiente de las gotas de suero que le mantenían vivo, recordaba aquella tarde en que nos encontramos y cómo decidimos, al instante, que yo iba a ser su dueño y él sería mi perro. Si los animales pensaban, yo estaba seguro de que él tenía que estar pensando lo mismo que yo.

“Nerón” comenzó a recibir muchas visitas de los vecinos y amigos, pero ninguna como el día en que tocó nuestra puerta el Sr. da Silva -- propietario del abasto de San Bernardino de donde nos robábamos las papas -- quien se había enterado de la desgracia y había querido pagarle tributo al perro que tanto le divertía con sus ocurrencias, aunque no fue hasta ese día que me enteré que para este amable y recordado portugués, aquellas maldades que contra él hacíamos nosotros, “los pandilleros” de la Av. Galipán, rompían la monotonía de sus aburridos días encerrado en aquella diminuta bodega.

Las llamadas telefónicas no cesaban… y mi abuelo dejó de oír zarzuelas. Entonces, al tercer día de su agonía, decidí sacrificarlo. Hablé con mis padres y les pedí que así lo hicieran. Entendía que una de las ventajas de ser animal era poder adelantar la muerte cuando ya la vida se torna en sufrimiento. Fue una decisión amarga, pero me sentía dichoso de poder eliminarle la tortura por la cual estaba atravesando mi perro del alma. Me había dado tanta felicidad, que lo menos que yo podía hacer ahora, en retribución, era ponerlo a dormir en paz.

Mis padres me comprendieron y me apoyaron. Llamamos al Dr. Ortiz y éste sugirió que le llevásemos a “Nerón” para ser sacrificado en su clínica veterinaria, pero yo me negué rotundamente. Quería estar seguro de que lo hiciera correctamente y deseaba estar a su lado cuando dejara de existir. Estaba determinado a acompañarlo hasta agotar su última gota de vida.

El veterinario llegó a los pocos minutos de haber colgado el teléfono. Cuando lo vi llegar, sentí como si me vinieran a buscar para llevarme al cadalso. Mientras el doctor preparaba la mortal inyección que me separaría físicamente de mi “Nerón” para siempre, le pedí que me explicara qué iba a sentir y me aseguró que no sentiría dolor alguno, que moriría tranquilamente, como en un profundo sueño del cual nunca iba a despertar. Eso me confortó enormemente, lo suficiente como para poder llorar en silencio.

Cuando el Dr. Ortiz estaba a punto de inyectarlo, “Nerón” alzó penosamente la cabeza y le gruñó. Nunca había hecho buenas migas con su médico. ¡Era la primera vez que se movía! Sin querer herir los sentimientos de nadie, creo que fue el momento más feliz de mi vida. Me lancé sobre él y sentí la tenue caricia de su tiesa lengua sobre mi cara. Le miré a sus ojos y noté en ellos una esperanza. ¡”Nerón” se aferraba a la vida”. Mi perro no quería morir…

Me volteé hacia el veterinario y le pregunté si veía en él alguna posibilidad de sobrevivir y me respondió que no. En eso “Nerón” mostró otro signo: ¡movió suavemente la cola! Ahora ya no tenía más dudas. No importaba lo que dictara la ciencia, estaba seguro de que mi perro saldría adelante… ¡y así lo hizo!

Su recuperación fue dura y lenta. Todavía tuvimos que mantenerlo a suero sobre la mesa del comedor y llegó el momento en que lo teníamos que amarrar con cintas adhesivas para evitar que se arrancara el suero. “Nerón” sobrevivió. Quizás perdió en parte su belleza física, pues nunca pudo recuperar su peso y su bello pelaje, pero eso a mí me tenía sin cuidado. Mi perro me había enseñado una nueva lección: había que tener fe en la vida y luchar por ella aunque en la lucha lleguemos a perderla.

“Nerón” sabía lo que era el terror de vivir amarrado a las cadenas de su esclavitud… y había conocido la libertad y el amor que encontró en nuestro hogar de exiliados. No quería perder su nueva vida y gracias al inmenso esfuerzo que tuvo que hacer ante la inyectadota del médico, ya… cuando todo parecía perdido, “Nerón” salió victorioso y venció nuestra derrota. A veces no hace falta tener un letrado al lado para aprender grandes lecciones. Sólo se requiere abrirle el corazón a la poesía y dejar que ésta nos lleve por el mejor camino de la interpretación. “Nerón” seguiría viviendo, libre… sin cadenas y rodeado del mismo amor que encontró en todos nosotros, solo que ahora lo querríamos más. Su valor le había ganado para él un lugar en la comunidad y desde entonces se convirtió en una leyenda en la urbanización de El Bosque.

En los años que le quedaban de vida, aprendí a disfrutar junto a él intensamente el momento, según viniera. Habíamos hecho de la derrota una victoria y eso me enseñó a apreciar lo poco que teníamos como si de una gran fortuna se tratara. Fueron unas grandes Navidades, una de las mejores de mi infancia, a pesar de que me dediqué completamente a su cuidado. Mi perro había dejado de ser una simple mascota para convertirse en parte de mí. Había llegado a mi vida justamente cuando un niño necesita de un perro y me había ofrecido una amistad pura e incondicional. Había ayudado a mitigar la inseguridad que me producía el exilio. Sabía que así de importante era yo para él. Jamás le pegué ni con un periódico, pero tampoco le premié con caramelos cuando hacía una gracia para mí. Su mayor recompensa eran mis caricias y el saber que me hacía feliz con sus ocurrencias y “trucos”.

Tenía ya siete años y su vida se acortaba. Su salud había quedado marcada por el veneno y queríamos aprovecharnos mutuamente hasta que llegara el llamado definitivo de la muerte, del cual nadie se escapa: sea humano o animal. Ese día finalmente llegó, dos años después. Por fortuna me encontraba fuera de Venezuela cuando sucedió, de la manera en que sucedió.

Mis abuelos salieron a dar sus paseos cotidianos acompañados de “Nerón”. Habían cruzado la calle, cosa que nunca hacían. “Nerón” solía adelantárseles y los esperaba en cada esquina. A pesar de que estaba entrenado para cruzar la calle sólo cuando se le ordenara, ese día desobedeció y se lanzó a la muerte.

Todo fue muy confuso y rápido. Murió instantáneamente y sin dolor. Se manejaron varias versiones; unos testigos decían que había atacado a una motocicleta, otros que a un gato… incluso, que se había vuelto loco. A los vecinos, quienes se aglomeraron alrededor de su cuerpo como si se tratase de una persona, les extrañó mucho aquella actitud anormal en “Nerón”. Lo que parece ser cierto – y esto dicho por el chofer del vehículo que le dio muerte – es que de no haber sido “Nerón”, hubiera podido haber sido uno de mis abuelos, pues ellos estaban a punto de cruzar y no tenían conocimiento del coche que venía en dirección contraria al tránsito. “Nerón” ya había cruzado la calle y por una razón que desconocemos, volvió a cruzar en dirección a los abuelos, solo que embistió al camión, lo que motivó que éste frenara y se desviara. Era una esquina de las llamadas “ciegas” y mi abuelo aseguraba que él no se había percatado del vehículo. Yo siempre quise pensar que “Nerón” se inmoló por mis dos ancianos abuelos y esto me hizo soportar mejor su pérdida.

Después de “Nerón” jamás quise tener perros. Al cabo de los años me casé y mi madre nos regaló a “Tiny”, el mejor cachorro Yorkshire de la camada de una estupenda perra que había traído de Francia. “Tiny” resultó ser un perrito alegre, juguetón e inteligente, pero la sombra de “Nerón” lo opacaba hasta el punto de obligarme a regalarlo.

Dieciséis años transcurridos desde la muerte de “Nerón”, tuve un sueño en el que veía a un hermoso pastor jugando en la arena de la playa con mis dos hijos de diez y de siete años, respectivamente. Al comentarlo con Siomi, mi esposa, ésta sugirió que tal vez los niños necesitaban de una mascota. Le dije que de tener un perro tenía que ser grande, pues los pequeños no se la llevan muy bien con los niños. Eso significaba que no tendríamos perro, pues vivimos en un pequeño departamento en el medio de Caracas (esta vez en San Bernardino norte); sin embargo, me sorprendió cuando me dijo que si yo quería un pastor alemán, no le importaría tenerlo en el apartamento.

Al día siguiente salimos con los niños en busca de un perro grande. Sería un pastor belga, pues no quería compararlo con “Nerón” y si comprábamos un pastor alemán, eso sería inevitable. Llegamos al “kennel” de la “Escuela de Perros de Los Teques” y pedimos ver los cachorritos de pastores belgas, pero todos eran hembras. Cuando nos disponíamos a dejar el lugar, el vendedor sugirió que viéramos el único machito que les quedaba de pastor alemán, a lo que yo inmediatamente me rehusé. Sin embargo, la mirada angustiosa de mis dos hijos me hicieron recordar aquella tarde en la montaña, cuando mi vida se cruzó con la de “Nerón” y accedí a echar un vistazo.

Cuando llegamos al corral vimos un cachorrito arrogante, seguro de sí mismo, bien alimentado y echado plácidamente dentro de una coqueta casita de perro muy apropiada para su aún diminuto tamaño. Tenía mes y medio de nacido.

Mis hijos se enloquecieron y yo tragué saliva , pues a pesar de la diferencia de “cuna”, era la viva estampa de “Nerón”. Entramos al corral todos juntos y el cachorrito se lanzó encima de los niños… habíamos adquirido un hermosísimo ejemplar de pastor alemán, el mejor y más fiel amigo que un niño pueda tener.

Le pusimos de nombre “Grizzly”, por su parecido con un cachorro de oso pardo. “Grizzly” ya tiene dos meses y medio y da muestras de ser el animal más inteligente que haya visto jamás. Quizás no tenga el romántico encanto de haber vivido en la pobreza y en la esclavitud, pero tampoco mis hijos… y después de todo, no se los deseo. Si “Nerón” viviera, él también pensaría igual.

10 de octubre de 1986

NOTA: Con el pasar de los años a nuestra familia le nacerían dos hijos más, Alejandro Enrique y Eduardo José. “Grizzly” se convertiría en el padrote de una larga dinastía de la cual hoy, 16 años después, sobrevive en nuestra finca de El Hatillo, el último vástago llamado “Chobby”, no tan brillante como “Grizzly” y “Nerón”, pero igual de querido.